Historia de Fantasmas
Ilustración de Falling |
Era la primera vez que conseguía un trabajo sin haber
necesitado hacer una entrevista rutinaria. Su problema con los trabajos empezó
cuando terminó la carrera, desde entonces llevaba seis años en intervalos de
paro constantes. Había probado a hacer de todo, desde dar clases particulares
hasta a hacer funciones de lucha libre para niños, y nada le había durado más
de uno o dos meses. Esperaba que este trabajo fuese el último, al menos,
durante un tiempo. No tenía experiencia como conserje, ni tampoco en ninguna de
las otras actividades que tenía en su nueva rutina. Se lo había dicho a sus
jefes, el señor y la señora Smith, pero a ellos había parecido no importarles.
«Es suficiente con que seas joven y le pongas muchas ganas y esfuerzo», le
había dicho el señor Smith cuando se lo comentó.
Hacía unos años que el dueño de aquella enorme casa había
dejado de poder ocuparse de los terrenos inmensos que rodeaban la vivienda; aun
así, tal y como la señora Smith le había explicado, la cabezonería de su marido
había impedido que hubiesen contratado a alguien antes que a él. Ahora, los
dolores de espalda y los recientes brotes de Parkinson hacían imposible que el
señor Smith se ocupase de todo aquello y había llegado el momento de contratar
a alguien para que no se viniese todo abajo. A Arthur todavía no le quedaba
claro cuáles eran todas sus funciones en aquel empleo, pero estaba seguro de que
las iría averiguando a medida que sus jefes se las fuesen indicando poco a
poco; lo único que sabía con certeza era que la señora Smith se ocupaba de la
limpieza y el resto de las tareas en el interior de la casa, y que tenían un
chófer para cuando tenían ganas de salir a pasear. Se sentía un poco incómodo,
pero no podía evitar que le gustase aquella incertidumbre. Tras mirar al cielo,
tomó nota de que debía comprarse una gorra cuanto antes para evitar las
insolaciones que, sin ella, estaba seguro de que sufriría.
Llegó a las puertas metálicas que indicaban el principio de
los terrenos de los Smith acompañado por el suave rozar de las ruedas de la
maleta en el asfalto, empujó una de ellas y la abrió. Un chirrido escapó de los
goznes cuando la estructura de hierro llegaba al final de su recorrido: Arthur
apuntó que tenía que engrasarlos mientras iniciaba su camino hasta la casa.
Cuando iba recorriendo los terrenos que tenía que cuidar de ahí en adelante se
iba preguntando si su físico, pobre y descuidado, podría soportar dar vueltas
por allí durante todo el día. Intentaría tomarse los primeros días con calma, o
eso es lo que pensaría si pudiese permitirse perder otro trabajo más. Observó
la enorme cantidad de espacio verde que lo rodeaba y que evitaba el camino
asfaltado que llevaba hasta el garaje. Había un pequeño bosque detrás de la
mansión de los Smith y, según le había comentado su nueva jefa, había uno aún
más grande que encontraría si andaba hacia el norte. Se alegró muchísimo al
enterarse de que no tendría que ocuparse de ése y, en su caminata por los
terrenos, aquello era una de las mayores alegrías que tenía. Al acercarse al
edificio vio a una muchacha joven que lo miraba desde un lateral. Al percatarse
de que la hacían descubierto corrió en dirección al bosque. Arthur la perdió de
vista a medida que él caminaba y ella corría. Imaginó que se trataría de algún
familiar de los Smith o de alguna trabajadora de la cual no tenía conocimiento.
Decidió no preocuparse y llegar cuanto antes a la entrada, así que se apresuró
y tocó el timbre cuando lo tuvo a mano.
Mientras esperaba observó el enorme edificio que tenía ante
él. No estaba acostumbrado a ver casas tan grandes por donde había vivido hasta
entonces, lo habitual eran bloques de pisos o pequeñas casas con jardines
modestos llenos de rosales y otros arbustos. La vivienda de los Smith era, en
todo caso, una muestra del poderío económico que poseía aquella familia. Arthur
nunca creía que nunca podría ganar suficiente dinero para poder comprar ni
siquiera una casa mucho más modesta. La puerta se abrió con un crujido antiguo
y la señora Smith se asomó, sonriendo, por el hueco que quedaba.
—Buenos días, querido. ¿Vienes con ganas de empezar?
—Con muchas, señora Smith.
—Me alegro, me alegro. Ven conmigo que voy a enseñarte tu
habitación antes que te pongas a trabajar.
Arthur entró al edificio tras su jefa, observó las
florituras que llenaban la alfombra que decoraba la entrada y las escaleras y
muebles de madera que complementaban la casa con una muestra de buen gusto y
distinción. Pensó cómo sus jefes tenían que haber pasado años pensando y
distribuyendo todo lo que había en la casa, además de imaginar la suma
astronómica que todo aquello debía haber costado. La anciana lo guío a través
de pasillos y estancias hasta que, en el segundo piso, llegaron a lo que le
presentó como su habitación. La puerta de madera se abrió hacia adentro revelando
una sala cálida y cómoda que invitaba a estar a gusto. La señora Smith indicó a
Arthur con una mano que pasase al interior y ambos entraron. El joven dejó su
maleta apoyada contra la cama y miró a su alrededor entusiasmado.
—Espero que te guste, querido, Harold y yo hemos pasado
mucho tiempo discutiendo qué habitación te gustaría más y al final nos
decidimos por ésta. Tienes sábanas y mantas limpias en aquella cómoda, las
toallas están en el baño—dijo señalando la puerta que había a la izquierda de por
donde habían entrado—. Suelo hacer la colada los martes, así que deja lo que
necesites lavar en la cesta que hay en la lavandería y te la devolveré limpia.
Cómo acordamos, tu horario de trabajo es de ocho a una por las mañanas y de
tres a seis por las tardes. El desayuno es a las siete en punto, el almuerzo a
las dos y la cena a las ocho. Tendrás que ajustarte a nuestros horarios,
querido, espero que no sea demasiada molestia. —Esperó por si el joven tenía
que añadir algo y viendo que no era así continuó.—Harold y yo lo hemos hablado
y creemos que los domingos deberías tenerlos libres, espero que todo te parezca
adecuado.
La señora Smith sonrió, sacó un trozo de papel doblado del
bolsillo y se lo dio al joven. Arthur lo desdobló y leyó su horario de trabajo
y qué tareas tenía que hacer cada día de la semana. Asintió un par de veces
mientras que leía y, cuando terminó, se lo guardó en el bolsillo del pantalón.
—¿Te parece todo correcto, querido? Ten en cuenta que si
necesitamos algo que surja de repente tendrás que anteponerlo a las tareas que
vienen ahí.
—Todo correcto, señora Smith. Sólo me faltaría saber dónde
están las herramientas y el resto de cosas que me harán falta para el trabajo.
—Por supuesto, acompáñame y ya de paso aprovecho y te
enseño la casa—dijo antes de dedicarle una sonrisa encantadora.
Arthur siguió a la señora Smith mientras ésta salía de la
habitación y caminaba por todo el mapeado de la vivienda contándole en una
verborrea incansable el funcionamiento de cada rincón de la casa y relatando
las tareas que tendría que realizar durante su jornada laboral. Arthur
intentaba tomar notas mentales de todo lo que su jefa le decía y, aunque se
perdió en varias circunstancias, pensó que se había quedado con casi todo, o al
menos lo más importante. No sería un trabajo tan duro como el que había pensado
en un principio, pero aun así tendría que dedicarse a fondo para poder quedarse
con ese trabajo. La señora Smith lo condujo hasta un pasillo que bajaba en
varios peldaños hacia dos puertas de madera, una más tocada por la edad que
otra.
—Por ahí se baja al sótano—dijo señalando la de la
izquierda—. Pero no te hará falta bajar a no ser que se estropee algo. Sígueme.
La señora Smith abrió la puerta restante y desveló un
cobertizo repleto de herramientas de todo tipo.
—Y este será tu despacho, querido. No tendrás que ocuparte
del jardín, de eso se ocupa un jardinero que viene cada tanto en tanto. Si en
algún momento necesitas algo que no esté aquí como bombillas, por ejemplo, tal
vez lo encuentres en el trastero que está en la parte norte de la casa. Tú
céntrate en las tareas que te he ido mencionando y ya te buscaré si necesitamos
algo urgente. ¡Oh! Antes de que se me olvide: Harold te ha ingresado la mitad
del sueldo del mes esta mañana para que estés más «desenvuelto» económicamente.
—Muchísimas gracias, señora Smith, son ustedes muy amables.
Espero estar al nivel del trabajo.
—No las des, querido, que Harold y yo sabemos que este
trabajo te viene como anillo al dedo. Y puedes llamarme Helen, que «señora
Smith» me hace sentir aún más mayor de lo que estoy. Bueno, si no tienes
ninguna duda me voy.
Arthur negó con la cabeza y vio como la señora Smith le
dedicaba una sonrisa y salía de la habitación en la que se encontraban. Intentó
hacer un croquis mental de cuál sería la ruta más eficiente para recorrer la
casa mientras hacía las tareas, pero, viendo que no era capaz de hacerlo, decidió
improvisar sobre la marcha. Cogió un cubo vacío y metió dos brochas de
distintos tamaños, un rulo pequeño y una botella cortada por la mitad y llena
de agua, luego cogió la lata de pintura marrón que Helen le había mencionado y
salió del cuartillo.
Se perdió varias veces en aquella inmensidad a la que sus
jefes llamaban hogar. Los pasillos pintados del mismo tono beige que gran parte
de las habitaciones eran sólo diferenciables por el número de fotos y otros
objetos que colgaban de sus paredes. Llegó al último tramo de escaleras que lo
llevaba hasta la última planta en el mismo momento en el que ya pensaba que lo
encontrarían allí tirado semanas después habiendo muerto de hambre y sed. Subió
los peldaños y se plantó ante las seis puertas que tenía que pintar, dejó el
cubo y la lata en el suelo, vació el primero y volcó en él un poco de pintura
que acompañó con agua. Metió una de las brochas en la mezcla y removió hasta
que fue homogénea. Se acercó con las herramientas y el cubo a la primera puerta,
quitó la pintura sobrante del instrumento y empezó su jornada de la mañana.
Una mano en el hombro hizo que Arthur quitase la mirada
concentrada que mantenía sobre la sexta puerta. El señor Smith se alzaba a su
lado con una sonrisa amable marcada en la cara.
—Veo que llevas un ritmo de trabajo considerable—dijo
mientras Arthur se levantaba—. Cuando Helen me dijo que viniese a avisarte para
el almuerzo no me esperaba que estuvieses terminando de pintar las puertas.
La sonrisa que portaba el señor Smith se ensanchó y le dio
a Arthur una palmada en la espalda.
—¿Ya es la hora de almorzar? —preguntó—. Pensaba que era
más temprano.
—Ya seguirás con el resto por la tarde, muchacho, que el
trabajo no va a moverse de su sitio.
El anciano rompió a reír y Arthur lo acompañó desganado.
Contempló la puerta que había estado pintando hasta entonces y se llevó una
mano a la barbilla.
—Déjeme que termine con esto y bajo enseguida, que me
quedan dos brochazos. Muchas gracias por avisarme, señor Smith.
—Da gusto ver que hemos acertado contratándote. No tardes
mucho que a Helen le queda poco para terminar de cocinar y no le gusta que la
hagan esperar.
—De acuerdo.
El dueño de la casa le dio una palmada de ánimo y se
marchó. Arthur terminó de pintar la puerta con los pasos del señor Smith como
banda sonora. Bajó al cuartillo y metió los instrumentos manchados de pintura
en un cubo lleno de agua, se lavó las manos y la cara y fue hacia el comedor.
Cuando llegó a la habitación en la que se lo requería, la
señora Smith estaba empezando a colocar los platos en una mesa que, años atrás,
hubiese servido para alojar al triple de comensales. Con gestos amables, Helen
indicó a Arthur que se sentase frente a su marido que le sonreía gentil. Arthur
se sentó donde le habían dicho e intentó mantener la etiqueta que había
aprendido en sus trabajos como camarero.
—Déjate de buenas posturas y tonterías como esas —dijo el
señor Smith—. Estamos como en familia, ¿verdad Helen?
—Claro que sí, querido. Tú ponte cómodo, Arthur.
Observó cómo la señora Smith distribuía los platos por la
mesa con la experiencia dada por los años. Colocó frente a él un plato hondo
con sopa con un ligero olor a hierbabuena. Ambos hombres esperaron a que la
anfitriona se sentase con ellos y empezaron a comer. Arthur, después de tanto
tiempo fuera del hogar familiar, disfrutó de aquella comida como si fuese la
última o la primera. Después de la sopa, Helen colocó ante cada comensal un
plato de carne en salsa el cual Arthur devoró rápidamente.
—¿Te gustaría repetir, querido?
—Si no es una molestia me encantaría, señora Smith.
—No es ninguna molestia, querido—respondió la anfitriona
mientras le rellenaba el plato sonriendo.
La comida siguió tranquila. Una vez terminaron, todos
ayudaron a recoger la mesa y a llevar la vajilla a la cocina, allí se separaron
y Arthur volvió a su trabajo.
Llegó a la habitación exhausto. Hacía mucho que no tenía
que trabajar tanto ni durante tantas horas, pero tanto la paga como el
tratamiento que recibía por parte de sus jefes merecía la pena. La señora Smith
incluso le había llevado café y pastas a media tarde. Después del trabajo había
cenado como un rey y había vuelto a su cuarto. Pensó en tumbarse sobre la cama,
pero sabía que si lo hacía no le quedarían fuerzas para levantarse y darse una
ducha, así que se desvistió con desgana dejando la ropa en una línea irregular
que conducía al cuarto de baño. Cerró la puerta tras de sí, entró en la mampara
y abrió el grifo. Dejó que el agua caliente bajase por su cuerpo hasta terminar
de humedecerlo luego, se enjabonó y aclaró hasta que se sintió limpio. El ese
proceso no pudo dejar de pensar en todo el trabajo que había hecho ese día y en
el que tocaría hacer el siguiente, también pensó en la muchacha a la que había
visto cuando llegaba a la casa, a quien había vuelto a ver mientras engrasaba
la puerta de entrada a los terrenos de los Smith. Se secó con una toalla suave
que había junto a la entrada de la ducha y volvió a su habitación por donde
había venido. Recogió la toalla y la ropa y las depositó en la cesta que la
señora Smith le había colocado en la entrada. Se puso unos calzoncillos limpios
y, tras retirar las mantas y sábanas, se dejó caer sobre el colchón quedándose
dormido en pocos segundos.
Arthur se despertó al notar como la textura de unos labios
carnosos se posaban sobre los suyos y como una lengua se introducía sensual en
su boca. Devolvió encantado aquel beso inesperado. Notó su erección crecer ante
el roce del sexo de la figura que tenía sobre él. Unas manos hábiles quitaron
la ropa que había por medio y le ayudaron a introducirse sin romper el beso. Su
compañera de cama comenzó a moverse rítmicamente sin dejarle mover los brazos.
Arthur se dejó llevar por aquella vorágine de placer e incertidumbre. Notó cómo
la mano de su acompañante rozaba su pecho hasta que encontró el lugar que
buscaba, las uñas se introdujeron en la carne blanda y comenzaron a desgarrar
el músculo. El dolor invadió a Arthur, quien, con un esfuerzo enorme, consiguió
liberar uno de sus brazos y encender la lámpara que había en la mesita de
noche. La luz le reveló una figura sucia y demacrada, con la piel de una
tonalidad grisácea y el cabello largo y enmarañado, que cabalgaba sobre él
salvaje y que con una mano ensangrentada se llevaba la tira de tejido que
acababa de arrancarle hacia esos labios que hasta hacía poco había estado besando.
Un grito desgarrador salió de su garganta al mismo tiempo que descargaba en el
interior de aquel monstruo de mujer que se relamía tras haber probado su carne.
Arthur se despertó sudando, con lágrimas en los ojos y la garganta seca.
Encendió la lámpara de la mesita de noche y observó intranquilo la habitación.
Se levantó con cautela y fue hasta el baño, abrió el grifo y, tras dejar que el
agua corriera unos segundos, empapó su cara hasta que cualquier rastro de
aquella pesadilla hubo desaparecido. Volvió a la cama sabiendo que no sería
capaz de volver a dormir esa noche, pero al menos tenía que intentarlo.
Al abrir los ojos supo que ese despertar sería con
diferencia el momento más difícil del día. Miró al reloj que había en la
habitación y suspiró con satisfacción al saber que no llegaba tarde ni a su
turno de trabajo ni al desayuno. Se vistió tranquilo sabiendo que tenía al
tiempo de su parte, fue al baño y repitió las acciones de la noche anterior,
con la diferencia de que ahora se quitaba las legañas y no las gotas de sudor
frío que recorrían su cara por culpa de aquel mal sueño. Pensando en la
pesadilla, se llevó una mano al pecho y palpó la zona donde aquel engendro de
mujer le había arrancado la piel y el músculo, notó un relieve donde todo
debería ser liso así que, extrañado, se quitó la camiseta para mirarse en el
espejo. Descubrió que en la zona donde debía hallarse la supuesta herida había
una mancha rojiza con una ligera hinchazón. Había escuchado decir que la mente
humana podía modificar el cuerpo con resultados similares a ése, además que sin
herida alguna no tenía por qué preocuparse.
Salió de la habitación con paso firme y una sonrisa en la
cara. No podía esperar a ver qué había preparado la señora Smith para
desayunar. Sabía que a medida que fuese pasando el tiempo en ese trabajo
acabaría enamorándose de su encantadora jefa por culpa de su deliciosa comida.
De camino a la cocina sus fosas nasales se abrieron dejando que un olor a bacon
recién frito penetrase hasta el rincón más apetitoso de su imaginación. Entró a
la habitación donde aquella comida de ensueño le esperaba y Helen Smith lo
recibió con una sonrisa llena de amabilidad y ternura.
—Buenos días—saludó—. Espero que hayas dormido bien y que
la habitación haya sido de tu agrado.
—Buenos días, señora Smith. La verdad es que no puedo tener
quejas de nada.
—Me alegro mucho, querido. Anda, siéntate y desayuna que te
espera un largo día por delante.
Arthur tomó asiento y se preparó para llenar el estómago
por primera vez en ese día. Decidió no contarle nada a su jefa sobre su
desagradable experiencia onírica de la noche anterior, no quería preocupar a la
señora ni que nada le estropease el festín que iba a devorar. El señor Smith
entró al poco rato con un periódico bajo el brazo, saludó a su mujer con cariño
y se sentó junto a Arthur. Sus jefes lo pusieron al tanto de las tareas que
tenía que realizar ese día, él tomó nota mental y, tras terminarse el café, se
marchó para ponerse manos a la obra.
Caminó rápido por la casa en busca de la sala que el señor
Smith le había mencionado. No entendía por qué teniendo ya un cuartillo habían
destinado otra habitación para guardar más cachivaches y herramientas. Giró por
segunda vez a la derecha y llegó al supuesto trastero, abrió la puerta y palpó
durante unos segundos la pared para buscar el interruptor, luego recordó que el
señor Smith había dicho que la luz estaba justo en el centro de aquella
habitación y que el pequeño pasillo que conducía a ella no estaba iluminado.
Dio un par de pasos introduciéndose al interior del
corredor. Puso una mano sobre el muro y empezó a andar asegurándose de que no
se separaba de la seguridad fría que le proporcionaba tener un apoyo más allá
de sus pies sobre el suelo. Giró junto al pasillo a la izquierda y, en cuanto
la luz dejó de iluminar donde pisaba, se alegró de escuchar el suave roce de
sus dedos recorriendo la superficie que tocaba. Llegado un momento, su tacto se
tropezó con una esquina y decidió rememorar la conversación que había tenido
hacía un par de horas con su jefe: «Una vez que termine el pasillo, baja los
dos escalones y anda cinco pasos hacia adelante. Levanta la mano y tira del
cordón que cuelga de la bombilla para encenderla.». Arthur empezó a seguir las
instrucciones que le había dado el señor Smith. Sus pisadas retumbaban en el
silencio que llenaba aquella habitación y un aroma a vejez y polvo llenó sus
sentidos. Con los ojos completamente inutilizados en aquella oscuridad
profunda, Arthur notaba como se le erizaban los pelos de los brazos. Nunca le
había gustado estar solo en sitios donde no podía ver por dónde andaba y mucho
menos si no podía ver nada, hacían que se sintiese vigilado en cierta manera.
La primera vez que tuvo esa sensación fue cuando sus padres empezaron a
obligarlo a dormir a oscuras y se había convertido en un amigo pesado y
despreciado desde entonces. Cuando dio los tres últimos pasos le pareció
escuchar cómo alguien caminaba en un ritmo similar al suyo por aquella
habitación y un crujido del suelo de madera no hizo sino reforzar aquella
teoría. Intentó hacerla desaparecer de su mente buscando el cordón que el señor
Smith le había mencionado, lo encontró justo sobre su cabeza, lo agarró con una
mano y tiró de él dejando tras la acción un suave «click, click» que no trajo
luz a aquellas paredes. Arthur volvió a accionar el tirador varias veces sin el
resultado que buscaba y, mientras anotaba que debía cambiar también esa
bombilla, volvió a escuchar un crujido del suelo de madera que lo dejó
paralizado en la oscuridad. Afinó el oído para ver si lograba escuchar los
pasos que imaginaba que recorrían la habitación en la que estaba. La puerta por
la que había entrado se cerró con un suave chasquido. Arthur se dio la vuelta y
comenzó a escuchar unos latidos profundos que se acercaban a él cada vez con
más fuerza, se detuvieron cuando pensaba que estaban justo delante, y entonces
notó un aliento húmedo y cálido que rozaba su nuca al mismo tiempo que aquel
corazón empezaba a latir de nuevo. Un escalofrío lo recorrió y se deshizo de él
corriendo hacia la puerta con la esperanza de que aquella persona con la que
compartió espacio durante aquellos instantes decidirse no perseguirlo. Abrió su
portal a la luz que había en el resto de la casa y huyó con velocidad hacia el
cuartillo que se le había asignado. Una vez allí se sentó en el suelo y,
cerciorándose de que la luz, tanto natural como artificial, iluminaba la
habitación, hundió la cara entre las manos en un infructuoso intento por
tranquilizarse a sí mismo.
Arthur consiguió levantarse pasados unos minutos. No podía
dejar su trabajo sin hacer, podía permitirse que lo echasen de nuevo. Se frotó
los ojos con las palmas de las manos y empezó a buscar una linterna en aquel
desastre que llamaba despacho. Abrió y cerró cajones, y revolvió todos los
cachivaches que tenía alrededor hasta que encontró el cilindro alargado que
buscaba, accionó el mecanismo que lo encendía y sólo escuchó un sonido ligero
que no le dio luz alguna. Encontró pilas después de prometerse a sí mismo
varias veces que ordenaría ese desastre antes de que terminase la semana.
Volvió al pasillo oscuro donde se había llevado antes el
susto. Encendió la linterna y entró en el trastero con precaución. No había
olvidado lo que le ocurrió antes, y tampoco sabía si lo podría llegar a
olvidar. Sus pasos, ahora iluminados, lo llevaron hasta donde estaba el cordón
de la luz. Antes de accionarlo de nuevo, miró a su alrededor, ya que no quería
tener otra experiencia desagradable, y lo único que vio fueron estanterías
polvorientas y esquinas deshabitadas. La oscuridad desapareció de la habitación
cuando los componentes químicos que había en la bombilla hicieron reacción.
Arthur juró y volvió a jurar para sí mismo que la vez anterior había tirado
varias veces de la cuerda que accionaba la luz de la habitación y ésta no se
había encendido. Suspiró con hastío, apagó la linterna y comenzó a buscar la
caja que el señor Smith le comentó. En otra situación le sería difícil buscar
una caja en concreto entre todas las demás, pero no le apetecía estar demasiado
tiempo allí y afortunadamente su jefe se tomó el tiempo de hacer señales en los
lados de cartón para poder identificar qué había dentro de cada recipiente. Encontró
rápido una con un círculo rodeado por varias rayas, la sacó del estante en el
que se encontraba y, tras abrirla para examinar qué había dentro, vio que
contenía al menos una veintena de bombillas guardadas en pequeñas cajas
individuales. Arthur salió de la habitación con paso firme y dispuesto a dejar
toda la casa perfectamente iluminada.
Arthur salió satisfecho de la última habitación a la que le
fallaba la bombilla y con eso había terminado ya todo lo que sus jefes le
habían mandado para el día. Les preguntaría a la hora de comer si les hacía
falta alguna cosa más y si la respuesta era negativa pensaba ordenar el
trastero para facilitarse el trabajo en un futuro. Giró hacia la izquierda en
un pasillo y se encontró una cara que le resultaba familiar.
—Buenos días—dijo Arthur.
—A mí la verdad es que no me parecen tan buenos.
La chica dejó en el suelo la canasta que llevaba y se
estiró.
—Me parece que nos vimos ayer, cuando yo llegaba.
—Sí, lo sé. Lo que no me explico es qué haces todavía en
esta casa. ¿No has escuchado los rumores?
Arthur la miró pasmado.
—Supongo que no lo has hecho. Resumiendo: la casa no se
porta bien con sus nuevos conserjes. Eres el quinto o el sexto desde que el
señor Smith decidió dejar de ocuparse de las tareas.
—¿Sabes qué les pasó?
—A mí no me preguntes, sólo soy una empleada más. Lo que sí
puedo decirte es que a ninguno de los que trabajamos aquí nos gusta esta casa.
Pero bueno supongo que es mejor que nada.
La chica cogió de nuevo la cesta y empezó a andar por el
pasillo, luego giró por dónde Arthur había venido.
—Ya nos veremos de nuevo por aquí. Adiós.
—Oye, no me has dicho cómo te llamas.
La frase de Arthur se perdió entre la madera y las
alfombras que cubrían el suelo. Siguió el mismo camino que la mujer con la que
había estado hablando y, al girar la esquina, ésta parecía haber desaparecido.
Decidió no darle importancia a aquellos rumores que había mencionado, pensaba
conservar su trabajo esta vez, lo necesitaba.
Volvió a su despacho minutos después, dejó allí la linterna
y las bombillas sobrantes que había en la caja. Observó todo lo que lo rodeaba,
de las latas de pintura a las herramientas y demás utensilios para el bienestar
de la casa. Pensó en una forma lógica y eficiente de ordenar todo aquel
desbarajuste y se puso manos a la obra. Cuando llegó el momento de ir a
almorzar se aseó un poco en la pila que tenía junto a la salida al jardín y
caminó hasta la cocina.
El olor a comida llenó por completo su ser en cuanto entró
en la habitación. La señora Smith lo saludó con una sonrisa y un gesto
elegante, el señor Smith le estrechó la mano y Arthur lo acompañó hasta el
comedor donde ambos se sentaron.
—¿Cómo ha ido hoy el trabajo? ¿Has terminado ya con las
bombillas?
—Ha ido genial, señor Smith. Terminé hace una hora. He
estado ordenando y limpiando el cobertizo para saber dónde está cada cosa y
poder ser más eficiente en el trabajo.
—¿Has oído eso, Helen? Tenemos a un buen trabajador entre
nosotros.
Una risa satisfactoria salió de la cocina antes de que
Harold Smith siguiera:
—Me parece una tarea apropiada para empezar. A Helen y a mí
nos gustaría que arreglases las ventanas del último piso, bueno quien dice
ventanas dice los goznes y el tambucho de las persianas. Hubo una tormenta
bastante fuerte hará un par de meses y las pobres se llevaron todo el daño. Y
ya si te sobra tiempo me gustaría que las pintases.
—Lo haré encantado, señor Smith.
Antes de que pudiesen seguir hablando, Helen Smith entró a
la sala con la comida del día y sirvió los platos con una destreza sólo
alcanzada después de años haciéndolo. Una vez vio cómo se sentaba junto a los
otros dos comensales y el señor Smith empezaba a comer, Arthur decidió seguir
su ejemplo. Sabía que si en algún momento lo echaban de ese trabajo o él
decidía dejarlo lo que más echaría de menos sería la comida que preparaba su
jefa. Viendo que sólo los tres compartían mesa decidió preguntar:
—Esta mañana me he encontrado con otra empleada del
servicio, ¿no come ella…
La voz de Arthur pareció un susurro cuando el señor Smith
lo interrumpió:
—¡Helen, como siempre te has superado con la salsa!
—No digas esas cosas, querido, es la misma que hago
siempre.
—Pues yo te digo que siempre está más rica.
La señora Smith se rió.
—Bueno, Harold, ¿qué decías antes que iba a hacer Arthur?
—Pues va a arreglar las persianas y las ventanas.
—No, no, antes de eso.
—¡Ah! El muchacho ha empezado a ordenar el cobertizo. No ha
hecho falta ni que se lo sugiera, simplemente ha empezado a hacerlo él solo.
Hemos acertado contratándote, Arthur.
—Muchas gracias, señor Smith.
La charla siguió con un tono familiar como todas las que
había presenciado desde que llegó a la casa de los Smith. Arthur no quiso
volver a sacar el tema de la mujer con la que se había encontrado esa mañana.
No sabía si su jefe había interrumpido la pregunta sin querer o por alguna
razón que desconocía, pero tampoco iba a intentar averiguarlo, pensaba
conservar ese trabajo y no se lo iba a jugar por una tontería como ésa.
Después de estar más de media hora luchando contra los
goznes de una de las ventanas Arthur entendió que odiaba a aquella cosa
rectangular de madera y a sus pequeñas partes metálicas. Ya había arreglado el
resto y esta era la última que le quedaba. Si no le daba tiempo, pensaba dejar
la pintura para el día siguiente ya que, al menos en su opinión, el arreglarlas
era más importante que pintarlas. Gruñó y forcejeó hasta que consiguió terminar
de atornillar lo que le faltaba, luego, aunque pensó que debería haberlo hecho
antes, los engrasó todos y comprobó que no hacían ni el más ligero ruido cuando
se abrían y cerraban. Se levantó, se crujió la espalda y miró el reloj,
faltaban algo más de dos horas para la cena así que si era eficiente podría
dejar las ventanas pintadas antes de cenar. Empezó a andar rápido hacia el
cobertizo, ya se podía orientar bastante bien en esa casa. A medida que se
acercaba al trastero el sonido de los pasos de Arthur iba decreciendo hasta
quedarse casi parado. Observó la puerta, ahora cerrada, que llevaba a la
habitación donde había encontrado las bombillas y le pareció percibir un aire
malevolente que emanaba de las ranuras que quedaban entre ésta y el marco de
madera que la recubría. Sacudió la cabeza de lado a lado intentando ignorar los
pensamientos que le llevaban a los eventos que había vivido allí esa mañana.
Miró a lado y a lado del corredor en el que se encontraba y, viendo que no había
nadie, recorrió corriendo la parte que ocupaba la entrada al trastero. Paró de
correr cuando pensó que el peligro había pasado, se sintió como un niño pequeño
que es incapaz de acercarse al sótano porque su imaginación desbordada le dice
que hay monstruos esperando para devorarlo en cuanto baje. Caminó lo que le
quedaba hasta el cobertizo, entró y se sorprendió de ver allí a la mujer del
servicio, quien se volvió como si la hubiesen interrumpido en algo
extremadamente importante.
—Buenas tardes.
—¿Qué haces aquí todavía? ¿Es que no te dije que te fueras?
Arthur retrocedió a medida que la otra empleada se le
acercaba apuntándole con un dedo acusador.
—No sé de qué estás hablando.
—¡Te lo dije! ¡Te lo dije! ¡Te lo dije! —La expresión de la
cara de la mujer se suavizó hasta volverse una sonrisa que casi se comparaba
con las que regalaba Helen—. ¿Cómo llevas el día? El mío está siendo muy
ajetreado, pero, aun así, estoy maravillada con el trabajo en el que los
señores Smith han tenido la amabilidad de aceptarme.
Arthur no estaba seguro de qué estaba pasando allí. No era
capaz de explicarse los cambios de actitud radicales de su interlocutora ni
sabía muy bien cómo debía comportarse delante de ella.
—P...pues está yendo bastante bien, la verdad. No puedo
quejarme del trabajo ni de la amabilidad de los señores Smith.
—Pues me alegro mucho de que también estés contento. Estoy
segura de que vas a estar aquí trabajando durante mucho, mucho tiempo.
Arthur vio como la mujer movía una mano hacia su hombro en
un intento por despedirse con un gesto cariñoso que fue incapaz de sentir. Miró
hacia abajo confuso y observó como el brazo de la mujer había atravesado su
cuerpo hasta el codo, levantó la mirada y recibió una sonrisa cálida como
premio.
—Espero que nos veamos más por aquí, compañero —dijo.
La otra empleada de los Smith salió del cobertizo casi
desapareciendo en el aire. Arthur se quedó allí de pie, incapaz de pensar en
nada ni nadie. Pasado un tiempo, el hombre se movió con movimientos casi automáticos,
cogió la lata de pintura, brochas y un cubo limpio que llenó de agua antes de
salir de la habitación.
Llegó a su habitación exhausto, había sido un día muy largo
y, por los dos acontecimientos extraños que había vivido, empezaba a pensar que
se estaba volviendo loco. Se dio una ducha larga, intentando que el agua que lo
empapaba ahogase todos los pensamientos que sabía que lo mantendrían toda la
noche despierto. Salió del baño ya vestido con el pijama, se lanzó a la cama de
un salto y enterró la cara en la almohada intentando que el cansancio le
ayudase a dormir.
Se despertó en mitad de la noche con la boca seca y un
dolor punzante en la cabeza. Se levantó de la cama despacio y, intentando que
el mundo dejase de intentar moverse, caminó hasta el cuarto de baño. Abrió el
grifo y esperó a que saliese agua sin éxito. Salió del baño y de la habitación
y, una vez en el corredor, intentó averiguar cuál era el camino a la cocina.
Miró a lado y lado, era la primera vez que estaba fuera de su habitación de
noche y la luz sutil y débil que salía de las lámparas que colgaban de las
paredes del pasillo lo confundían más que ayudarlo a orientarse. Recordó que
por las mañanas iba hacia la izquierda, siguiendo el recorrido largo, pero más
directo hacia la cocina y decidió que haría lo mismo. Dio varios pasos hacia la
dirección elegida cuando vio una figura al fondo del corredor que miraba hacia
al suelo, allí donde la leve luz no le permitía bien distinguir de quién se
trataba.
—¿Señora Smith?
Escuchó un carraspeo que parecía más un cloqueo sordo a sus
oídos, la lámpara que le permitía divisar la figura explotó y el ruido fue
seguido por el sonido de unos pasos que corrían hacia él. Arthur vio cómo a
medida que la sombra que cargaba hacia él acortaba las distancias las bombillas
explotaban a su paso. Dio la vuelta como pudo y echó a correr hacia su
habitación, alcanzó la puerta teniendo los pasos casi encima suya, abrió
rápido, entró y cerró de un portazo poniendo el pestillo. La tabla de madera
que cubría la apertura al dormitorio empezó a temblar bajo los golpes
frenéticos que su perseguidor daba contra ella. Arthur se acercó a la cama sin
quitarle ojo a la lluvia de sonidos que iba dejando atrás y se sentó sobre ella
mientras observaba como estos disminuían hasta apagarse del todo. Se quedó unos
minutos mirando fijamente la puerta, sin todavía saber muy bien qué había
pasado. Suspiró de alivio al comprobar cómo fuese quien fuese quien le había
perseguido había desistido de su intento de atacarle, bajó las piernas de la
cama atreviéndose a colocar los pies en el suelo por primera vez desde que se
había subido al colchón. Notó el suave y cálido tacto de la madera en las
plantas y cómo una mano le agarraba el tobillo. Arthur saltó hacia delante
recibiendo un arañazo profundo de las uñas que momentos antes lo habían tenido
sujeto, corrió hacia la puerta al ver que aquella misma figura que lo había
perseguido por el pasillo salía de debajo de la cama con las articulaciones
crujiendo por el esfuerzo. Huyó por el pasillo sin saber muy bien a dónde iba,
notaba la sangre resbalando por su pie y sólo veía corredores interminables que
llevaban a todos y ningún lado al mismo tiempo. Arthur vio cómo el señor Smith
salía de una habitación cuya puerta le recordaba a la de la cocina.
—¡Señor Smith, corra!
—¿Qué dices muchacho? —El hombre esperó a que su empleado
estuviese casi a su lado—. El que tiene que correr eres tú.
Arthur recibió un golpe brutal en la mandíbula que lo tiró
de espaldas, su visión se volvió borrosa y, mientras que intentaba levantarse
del suelo, recibió otro que lo dejó inconsciente.
Se despertó cansado y con dolor de cabeza como en el sueño
que acababa de tener, se estaba cansando de tener pesadillas tan seguidas, no
sabía si podría aguantarlo. Intentó incorporarse, pero no pudo, notó por
primera vez la presión que ejercía algo sobre su pecho y brazos, miró hacia
abajo y, tras ver unas correas de cuero que lo sujetaban a la cama, empezó a
sacudirse violentamente intentando liberarse. El señor y la señora Smith
aparecieron desde el lado derecho sonriendo.
—¿Estás cómodo, querido? Creo que no lo está, Harold, mira
cómo se retuerce intentando escapar.
—No te esfuerces, muchacho. No vas a salir de aquí, nadie
lo hará, ni tú ni los que vengan después de ti.
—¿Por qué me hacéis esto?
—Por nuestra hija, querido, por nuestra hija, o lo que
queda de ella al menos.
—¿La sirvienta?
La señora Smith le pegó un bofetón.
—¡¿Qué sirvienta?! ¡Aquí no tenemos ninguna y ni se te
ocurra menospreciar así a mi pequeña!
Helen Smith volvió a golpearle hasta que su marido la
detuvo. Arthur notó cómo un chorreón de sangre bajaba de su nariz.
—Tranquila, Helen, deja que ella se ocupe.
Su jefa se recompuso y tanto ella como su jefe
retrocedieron unos pasos hasta que la oscuridad los ocultó totalmente. Una
sombra que ya le era conocida surgió de dónde la pareja había desaparecido, se
acercó a la cama, colocó una mano en la frente de Arthur y empezó a
acariciarlo. El pelo tapaba la parte superior del rostro, pero la inferior
revelaba una sonrisa macabra e inhumana. Mandíbula inferior y superior se
separaron a unas distancias imposibles con un crujido de huesos. Las
concavidades formadas por encías y dientes se invirtieron conforme el
movimiento de las estructuras óseas que las mantenían proseguía. Una infinitud
de colmillos comenzó a brotar de la carne y hueso, y unos pequeños ojitos, que
parpadeaban al son de una melodía inexistente y macabra, se fueron colocando,
como si supiesen cuál era su lugar desde siempre, en los huecos sobrante de
aquella nueva formada boca. Arthur notó como sus pantalones se empapaban en
orín y su mente intentaba cerrarse sobre sí misma para intentar olvidar aquello
que estaba presenciando. La figura que tenía sobre él emitió un sonido que
entendió como un «shhhh» antes de precipitarse sobre su cuerpo y empezar a
desgarrar su piel y músculos. Los gritos de Arthur quedaron ahogados en el
escándalo que aquella cosa profería al comer y en los susurros de placer que
emitía ante el sabor de la totalidad del cuerpo humano.
—Mira que bella es nuestra pequeña, Harold.
Los dos caminaban por los jardines que rodeaban la casa. El
hombre tenía que ajustar su paso continuamente para no adelantarse a la dueña
del lugar. Vio como un jardinero que echaba un montón grande de tierra a lo que
supuso que sería un agujero bastante grande sacaba algo del bolsillo y lo
esparcía antes de seguir con lo que hacía. Nick supuso que estaría plantando
algo.
—Como ves los terrenos son bastante grandes, pero tú sólo
tendrás que ocuparte de lo que hay dentro de la casa. Harold te ha ingresado la
mitad del sueldo de este mes para que tengas más liquidez. ¿Tienes alguna duda
más?
—Creo que no, señora Smith, bueno, sólo una: ¿Cuándo puedo
empezar?
—Ahora mismo si quieres, querido. Me gusta el entusiasmo
que tienes, te llevarás muy bien con Harold.
—Eso espero, señora Smith.
—Llámame Helen, por favor.
La conversación se perdió entre risas y pasos hacia la casa
con el sonido de la pala impactando contra la tierra de fondo.
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