Let no one sea your death
Fue
en el verano en el que yo acababa de terminar la educación primaria. El
dictador seguía vivo y la mayor parte de las chicas en mi situación tendrían
que dejar los estudios para ayudar en casa a sus madres. Mi caso era algo
distinto y, a pesar de las ligeras protestas de mi madre, mi tío se había
empeñado en enseñarme a navegar. Mi padre había aceptado la oferta de su cuñado
con una sonrisa. «Si la niña sigue así lo mismo acaba siendo la primera
almirante de la marina española» decía. Yo asentía ilusionada y, mientras no
ayudaba a mi tío en el barco y aprendía junto a él y otros marinos cómo hacer
buenos nudos y cómo interpretar las corrientes, me pasaba las horas recorriendo
el cementerio de barcos que había en el cauce del río del pueblo. Las historias
que todos habíamos escuchado es que hacía años era uno de los más grandes y más
navegables de toda Andalucía, en esos felices días, más seco que húmedo, sólo
servía como viejo recuerdo de su antigua gloria.
Todo empezó una tarde en la que correteaba por allí junto a mis amigos y ayudábamos a los señores que intentaban rastrillar lo que pudiesen en aquella falsa marea baja. Ese día encontramos a un anciano sentado en el casco de un barco mientras fumaba en pipa. Nos hizo señales para que nos acercásemos y así lo hicimos. Recuerdo que tenía la voz más bella que había escuchado en mis 11 años de vida y, aunque en el momento no era capaz de querer dejar de escucharla, con los años empecé a odiarla con toda mi alma. La historia que nos contó fue la que inició los eventos que llevarían a que mi tío y el resto de los marineros de su barco le pegasen una paliza que acabó en muerte y en el final del pueblo. El anciano se sacó la pipa de la boca después de darle un par de chupadas y sonrió con sus arrugas mientras comenzaba la historia.
Espero que conozcáis la cueva de Señor. ¿No? Bueno, supongo que vuestros padres no os habrán hablado de ella, pero ya estoy yo para hacerlo. No debemos olvidar los principios de nuestro pueblo y de aquellos que nos ayudaron a fundarlo. Hace mucho, mucho tiempo los primeros hombres y mujeres que llegaron a estas tierras hicieron un trato con quién ahora es nuestro Señor, consiguiendo que nunca nos faltase el suficiente pescado y marisco en nuestras bellas costas. Lo único que nos pidió a cambio fue que nunca los olvidásemos a Él y a su pueblo. Imagino que de Él si que os habrán hablado en la iglesia o en la escuela, ¿Verdad? Sí, de Él sí. Bien, pues una vez nuestros ancestros construyeron el pueblo con su ayuda, fueron a la cueva del Señor y allí construyeron un pequeño templo dedicado a Él. Nuestros antepasados decidieron hacer una mitad con forma del casco de un barco y la otra como el mar por el que surcaron y pescaron.
El hombre paró para volver a chupar la pipa y prosiguió tras exhalar el humo.
La gente que habitaba el pueblo en esa época gozaba de la fama de ser los mejores pescadores de toda Europa y lo seguimos siendo, claro, pero ya nada es igual. ¿Que por qué no es igual? Pues porque estamos olvidando a nuestro Señor y eso le pone triste. Prometimos no olvidarle nunca e ir al barco de piedra de la cueva a hacerles homenajes por su amabilidad hacia nosotros. Cuando lo recordábamos todos el agua del río llegaba hasta donde ahora hay una carretera y su pueblo vivía más al fondo, incluso debajo de donde nosotros estamos ahora. Él vivía bajo el arrecife, en un palacio que había construido gracias a su grandiosidad. Y las historias cuentan que desde allí podía ir a la cueva del Señor donde hablaba con los ciudadanos que necesitaban su ayuda. Si vosotros queréis yo puedo deciros dónde está el templo, aunque tal vez no deba. Podría meterme en líos con vuestros padres.
Con la inocencia de unos niños rogamos al hombre que nos llevase a la cueva o que al menos nos dijese dónde estaba. Queríamos ir y ver dónde había empezado el pueblo que ahora conocíamos. Conseguimos convencerle o él nos convenció a nosotros. Fuimos a avisar a nuestros familiares de que iríamos a jugar a la playa, cerca de los pinares, pero nos hizo prometer que nuestros padres no lo sabrían nunca. Yo se lo dejé escrito a mi tío en su taller y corrí para reunirme con los otros.
El
camino hasta la playa fue largo, pero no pudo compararse al que tuvimos que
recorrer por la arena. Diría, y sé que acertaría, que no era por la distancia
sino por el entusiasmo, la ilusión y la curiosidad. Era el placer de poder
descubrir algo nuevo, algo que ayudaría a nuestros familiares y la creciente
pobreza del pueblo desaparecería dejando sólo el triste pero persistente
recuerdo de los tiempos de hambre. El paisaje cada vez iba llenándose más de
piedras y se fue completando por las partes bajas de los acantilados que eran
coronados por los pinares. Allí, la playa mostraba un paisaje que no había
visto hasta aquel momento. Las aguas parecían haberse retirado, succionadas por
las mareas reguladas por el movimiento lunar, dejando a la vista un enorme
número de rocas que normalmente estaban sumergidas. Más allá de aquella zona,
en la pared de piedra, se veía la entrada a una cueva. Recuerdo perfectamente
que la visión de aquel marco en el acantilado hizo que me estremeciese hasta
que mis ya pequeños pasos de hicieron aún más cortos. El anciano me cogió de la
mano firmemente y me medio arrastró hasta que todos estuvimos todo lo cerca que
podíamos sin abandonar la seguridad de la arena. Recuerdo su sonrisa cargada de
sentimientos que yo no era capaz de reconocer y también recuerdo cómo nos animó
a entrar por el bien de nuestro pueblo y de nuestras familias.
La
cueva del acantilado tenía el suelo y las paredes de piedra y la luz del Sol,
que debería haber iluminado unos cuantos metros, paraba de golpe en un punto
demasiado cercano a la entrada. El hombre sacó de su bolsillo una caja de
cerillas, prendió una de ellas y la aproximó a un objeto alargado que había en
una pared haciendo que una llama brotase brillante. Levantó la antorcha y guió
el camino con cuidado de que ninguno nos retrasásemos o perdiésemos. El suelo
irregular formado por el incesante paso del agua y el tiempo cambió de repente
a uno liso y sin imperfecciones que hizo el caminar mucho más fácil. El pasaje,
amplio para nosotros y angosto para los adultos, se abrió en una sala amplia y
oscura. El anciano nos ordenó que estuviésemos quietos mientras él fue
encendiendo varias antorchas que colgaban de las paredes iluminando el lugar.
Las paredes, suelo y techo de nuestra parte de la habitación, si es que puedo
llamarla así, estaban completamente lisas y, en lugar de las rocas que
componían el acantilado y el principio de la cueva, estaban cubiertas por una
especie de mármol de un tono negruzco con brillos azules y verdes. La otra
parte de aquella sala era definitivamente del Mar: todas las superficies que la
componían estaban cubiertas del mismo tipo de material, pero, en vez de ser
lisas, simulaban las aguas en un estado de perpetua tormenta con un realismo
que dejaba sin habla. Además, al fondo había un enorme hueco en el que podía
verse el mar. No sabía en qué momento habíamos girado, ni siquiera si lo
habíamos hecho, pero debía haber pasado en algún punto del camino o no
podríamos ver allí el agua. En ese momento en el que me di cuenta de que
aquella parte de la habitación en la que estábamos era la que tenía la forma
del casco de un barco que, aunque yo había imaginado que tendría la forma de
uno desde fuera, mostraba cómo eran los interiores de las naves que usaban los
antiguos.
Mi
asombro y maravilla por aquella construcción erigida por mis ancestros cambió a
un terror inexplicable cuando mi vista se fue a la losa que había en el centro
del barco. La enorme pizarra estaba cubierta por cientos, e incluso miles, de
grabados que mostraban seres que jamás habían sido vistos por ojos humanos
desde hacía mucho tiempo y la interacción de éstos con los que supuse que
habían sido mis antepasados. Las letras que ilustraban aquellos dibujos
sobrepasaban mi infantil comprensión del lenguaje, aunque muy dentro de mí
sabía que no era uno humano. Recuerdo todavía el sentimiento de soledad en
aquella cueva, de cómo me sentí diminuta frente a tanta información y como,
instintivamente, sabía que dentro de aquellos grabados había algo aún mayor y
terrible que lo poco que había logrado comprender en ese momento. Noté cómo mi
cerebro desconectaba la parte que llamamos cordura y abrazaba algo más
primigenio en un burdo mecanismo de protección. Aunque nada pudo protegerme de
la visión de la sangre derramándose en el suelo de la sala en una invitación
irrechazable del cuchillo que uno de mis amigos tenía clavado en el estómago.
Escuchaba gritos del resto de niños y palabras incomprensibles que brotaban de
la boca del anciano. Yo me uní al coro de voces mientras el hombre levantaba el
cuerpo todavía vivo que acababa de sacrificar y lo arrojaba sin dilación l
estanque que unía aquel lugar terrible con las aguas del mar.
Me
recuerdo agarrando a una de mis amigas de la mano y obligándola a correr hacia
el pasillo por el que habíamos venido. Escuchábamos bajo nuestro incesante
griterío las pisadas fuertes del anciano detrás de nosotras. Pronto, las voces
agudas fueron eclipsadas por el rugir de las olas y el calor del Sol. Sé que en
ese momento escuché unas voces conocidas y también sé que minutos después me
encontraba en el salón de mi casa en brazos de mi madre y acompañada por mis
abuelos y mi hermano pequeño. Mi tío apareció un tiempo después junto a mi
padre y a otros marineros, no sabría decir cuánto pero sí sé que no fue
demasiado. Mi padre lloraba por la muerte de los otros dos niños que nos habían
acompañado a mi amiga y a mí a la cueva, o eso me dijo mi madre después. Mi tío
no paraba de balbucear que todo lo que había quedado eran conchas. Mi abuela
perdió los nervios y le preguntó a qué se refería, uno de los marineros
respondió rápido que al anciano, luego añadió que lo habían apaleado hasta que
dejó de respirar. No entendí como una persona podía convertirse en conchas
después de morir. Sí sabía que todos íbamos al cielo y supuse que Dios, nuestro
señor, lo había ayudado a ir así. Ese pensamiento se borró de mi cabeza al
instante ya que sabía que el Señor del que el anciano había hablado no era el
mismo al que adoraba mi familia y, como me confirmó el cura de la iglesia del
pueblo, ni Dios ni Jesús aceptarían nunca a alguien como él en el cielo.
Después
de aquel día terminé odiando ese verano y sigo haciéndolo después de muchos
años. He olvidado el nombre del anciano, si es que lo llegué a oír alguna vez,
y también el de mis amigos de la infancia. Lo que nunca lograré borrar de mi
cabeza serán aquella cueva, la losa y sus grabados, el sacrificio y los miles
de ojos que, aunque no pudiese ver, sabía que estaban ahí mirando.
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